"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

miércoles, 27 de junio de 2012

Telón


Hace algo más de cinco meses metí mi vida anterior en cajas de cartón y la guardé en el garaje de mis abuelos. Y me prometí a mí mismo que sólo volvería a dejarla salir, a desplegarla por estanterías, armarios y cajones, si realmente sentía que debía hacerlo. Empaquetarla, cargarla en una furgoneta de techo alto, llevarla hasta Pamplona y, sobre todo, salir del garaje (pero esa es otra historia) costó demasiado como para liberarla de nuevo así como así. Algunos días después mi hermano me dejaba en la T4 del aeropuerto de Barajas con un billete de avión sin estrenar en el bolsillo. Al cruzar la puerta de la terminal sabía que acababa de entrar en un relato aún por inventar. Solos yo, una mochila de cuarenta litros, tres mil euros y ciento cincuenta días de folios en blanco. En ese momento no tenía ni la más remota idea de lo que iba a vivir en los cinco meses siguientes. No conozco ninguna sensación que se pueda equiparar a la que proporciona esa ignorancia. 

Sabía que mi primer destino sería Chiang Mai, pero poco más. De hecho, mi primera intención era pasar allí alrededor de un mes, quizá dos si las cosas iban bien, hacer pequeñas escapadas a los alrededores y después ir cambiando de país conforme expirasen mis visados. Sin embargo, en el arranque del viaje no conseguí reproducir lo que había sentido en mi primera visita a la ciudad (febrero de 2011), cuando experimenté una especie de revelación y se instaló en mí una sospecha imprecisa, la sombra de una intuición que fue cobrando forma a lo largo del año siguiente para terminar convirtiéndose en el germen de este viaje. Pero esta vez no encontré en Chiang Mai lo que andaba buscando, así que sólo una semana después de llegar decidí cambiar por completo de planes: iba a tener que moverme más, mucho más de lo previsto.

También sabía que quería volver a Laos, esta vez al sur, pero ahí terminaban mis certezas. Camboya, Malasia e Indonesia eran tan sólo una posibilidad, como también lo eran Vietnam, Filipinas, Birmania o el sur de China. El propio viaje me fue indicando el camino a los primeros y dejando para otra ocasión los segundos. Lo mismo puede decirse de los lugares en los que me he ido parando en cada uno de esos países. Las decisiones las he tomado, en el mejor de los casos, cuarenta y ocho horas antes de moverme. Habitualmente el día anterior. Nunca he sabido con antelación dónde iba a pasar la noche.

Ni, por supuesto, con quién me iba a encontrar. Las personas que aparecen citadas en las distintas entradas de este blog son sólo una pequeña parte de la gente con la que me he ido cruzando por el camino. Y es que viajar solo es muy difícil. No por la soledad –que es fantástica e imprescindible para tener total libertad de movimientos, tan fantástica que hoy no concibo viajar acompañado–, sino porque algunas veces es realmente difícil conseguir estar solo. Bromas aparte, a lo largo de estos meses he conocido a un buen puñado de individuos que, con mayor o menor fortuna, decidieron cruzar la frontera entre lo que se esperaba de ellos (entre lo que ellos mismos esperaban de ellos) y lo inesperado, entre una forma de vida basada en la repetición y otra en la que lo único rutinario son las sorpresas. También a otros que encontraron su lugar en el mundo a miles de kilómetros de donde nacieron. A otros que tan sólo habían conseguido arrebatarle unos días al calendario laboral para añadir otro sello a su pasaporte. Y a otros que, simplemente, estaban en su país, un país del que en muchos casos nunca han salido y no por falta de ganas (mi amiga Manouane, la mitad de la Pareja Catástrofe, tiene un par de ideas en mente para paliar esto). Con ellos he compartido comidas y cenas, cervezas y zumos de mango, coches, tuk-tuks, furgonetas, autobuses, barcos, trenes, habitaciones y conversaciones de madrugada. De cada uno de ellos he aprendido algo. Algunos de ellos son ya amigos para siempre.

En ningún momento he sentido que estos cinco meses fuesen una "desconexión de la realidad", sino la realidad misma. Nunca he considerado este viaje como unas vacaciones o un paréntesis o una excepción a la norma. Me he limitado estrictamente a vivir en presente continuo, sin mirar hacia atrás ni hacia adelante. Así que este viaje ha sido y es mi vida y cada lugar en el que me he parado mi casa. Esta diferencia en la percepción del viaje puede parecer insignificante desde fuera (y quizá lo sea), pero es importante (es capital) desde dentro. Por esta razón, las cajas de cartón van a seguir en el garaje de mis abuelos. Al menos hasta que sienta que necesito un techo fijo. De momento, no es así.

Mañana vuelvo a Madrid, donde me esperan algunas de mis personas favoritas (quienes, por cierto, serían aún mucho más favoritas si me recibiesen con una botella grande de aceite de oliva virgen extra y una hogaza de pan crujiente). Y en el horizonte están Pamplona y sus excesos y San Sebastián y un par de trabajos o tres. Por tanto, supongo que va siendo hora de que caiga el telón sobre este asunto exterior.

Y así ocurre, ya puedo ver cómo ha empezado a descender sobre el escenario. Pero eso no quiere decir necesariamente que la función haya terminado. Me parece que no. Yo diría que tan sólo hemos llegado al final del primer acto.

Gracias a todos por vuestra atención.

Buenas noches desde Bangkok.

Nos vemos al otro lado.

Besos.

R.

domingo, 24 de junio de 2012

Y por fin... me encuentro a mí mismo


He necesitado casi ciento cincuenta días, pero finalmente lo he conseguido: me he encontrado a mí mismo. Y el acontecimiento se ha producido en el lugar más inesperado, nada menos que Kuala Lumpur. Después de dejar Indonesia he tenido que volver a Malasia: por alguna razón que sigo sin comprender del todo, volar de Bali a KL y después a Bangkok cuesta la mitad que volar directamente de Bali a Bangkok, mi puerta de salida hacia Europa. Así que he pasado un par de días extra en la capital malaya. Y si KL ya estaba creciendo en mi interior después de nuestro áspero primer contacto, ahora puedo decir que una parte de mí se queda en esta ciudad. Literalmente.

No es fácil encontrarse a uno mismo. Y mucho menos a 14.485 kilómetros de casa (nota al margen: casa empieza a convertirse en un concepto de bordes muy poco definidos y sumamente portátil). Y en mi caso ya ni siquiera estaba intentando buscarme. Había desistido varias semanas atrás, al caer en la cuenta de que probablemente el objeto de mi búsqueda (yo) en realidad preferiría no ser encontrado por el sujeto de mi búsqueda (yo). Así que me he encontrado sin buscarme, lo que, como era de esperar, ha intensificado las sensaciones en el momento del encuentro.

Que se ha producido como sigue:

Me subo a un tren elevado en la estación de Pasar Seni, me bajo en la parada de KLCC y entro en las Petronas por última vez en este viaje. Subo en las escaleras mecánicas hasta el quinto piso del centro comercial que hay en su base. Entro en la estupenda librería Kinokuniya y curioseo durante alrededor de una hora entre libros, guías de viaje, libretas, cuadernos y expositores de bolígrafos japoneses. Tras superar los dilemas habituales, decido que compraré Saturday, de Ian McEwan, y me lo llevo bajo el brazo con paso firme y rápido hacia la caja, no vaya a ser que vuelva a cambiar de opinión por séptima vez. Pero en el trayecto mi mirada traza una panorámica involuntaria y, a mitad de recorrido, creo ver algo familiar, una sombra, una silueta, una combinación de formas y colores no del todo desconocida. Freno de golpe –pero con gran habilidad consigo que Saturday no se me caiga al suelo– y me dirijo hacia la fuente de mi desconcierto. Y mis sospechas se confirman: ahí estoy, escondidito entre cientos de miles de millones de páginas, en lo más profundo de uno de los edificios más grandes de la Tierra, al otro lado del mundo.

"¿Me buscabas?"

"No"

"Yo tampoco te esperaba"

"Perfecto"

"Sí, perfecto".


Esquirlas balinesas


* Regreso a Bali después de nueve días en Gili Air y me dedico a recorrer en moto los alrededores de Padangbai, en el este de la isla, junto a la Pareja Catástrofe. Conducimos entre calles desbordadas de psicópatas automovilísticos; conducimos por carreteras sin asfaltar; conducimos por el campo, con las ruedas encajadas en raíles de tierra abiertos en la hierba; conducimos de noche, guiados a duras penas por el GPS de Cédric y cegados por las luces de los coches y el humo de la quema de rastrojos. Y sin embargo, no me ocurre nada.

* Paso la tarde con la Pareja Catástrofe en la pequeña playa que hay al oeste de Padangbai. Su calidad supera la media en Bali (lo que no es decir mucho), pero la corriente es terrible y las olas rompen con furia sobre las rocas y los arrecifes que hay en las inmediaciones de la orilla. Aun así, decidimos bañarnos. Y sin embargo, no me ocurre nada.

* La Pareja Catástrofe y yo nos montamos en un shuttle bus que después de hora y media de trayecto nos deposita en Kuta. Y sin embargo, al shuttle bus no le ocurre nada.

* La Pareja Catástrofe pasa conmigo el último día de su vuelta al mundo. Y lo celebramos haciendo lo mismo que hace todo el mundo en Kuta: surf. Se supone que las olas de Kuta son para principiantes, pero esta tarde en particular lo que se nos viene encima son moles de más de tres metros que después de aplastarnos nos centrifugan en un torbellino de arena, agua y sal. Y sin embargo, no me ocurre nada (es más, después de cuatro horas de intensa práctica consigo mantenerme en pie sobre la tabla durante unos asombrosos 2 segundos y 13 centésimas).

* A la mañana siguiente, la Pareja Catástrofe tiene que regresar a Bélgica después de un año de viaje y se despide de mí con un par de abrazos. Y sin embargo no me ocurre nada.

* Después de darle muchas vueltas al asunto, llego a una conclusión incontestable: la capacidad de destrucción de la Pareja Catástrofe queda anulada si cruza el Ecuador hacia abajo. Si alguno de vosotros, queridos lectores, se topa con ellos alguna vez en el futuro, deberá tener presente que, a pesar de su delicada apariencia, sólo son inofensivos en el hemisferio sur.


En los otros dos días que, ya a solas, paso en Kuta (con una pequeña incursión en su hermana pija, Seminyak, una especie de Rodeo Drive venido a menos) llego a otras tres conclusiones incontestables:

* No tiene sentido venir a Bali en busca de playa. Quien quiera calas asombrosas, que apunte a Menorca.

* No tiene sentido venir a Kuta si no es a hacer surf (y el surf para profesionales está más al sur, en Uluwatu). Calles estrechas constantemente atascadas por el tráfico, ratas, vendedores callejeros tan agresivos como incansables, más ratas y veinteañeros fingiendo estar más borrachos de lo que realmente están no hacen de este lugar precisamente el mejor escenario para una luna de miel. Y sin embargo los recién casados se empeñan en seguir viniendo y encerrarse en un resort con piscina que es exactamente igual a todos los resorts con piscina que hay en el planeta. ¿Será que el matrimonio es –o aspira a ser– un resort con piscina?

Miss Vielva, Miss Giralda, va por ustedes.
*  Los surfistas estadounidenses y australianos son tontos (y quizá no resulte descabellado pensar que esto pueda extenderse al resto de nacionalidades). Creo que tiene algo que ver con la parafina que utilizan para aclararse el pelo y convertirlo en paja. Según mi teoría –basada en la involuntaria escucha de mis vecinos de guesthouse–, la sustancia perfora sus cráneos y se filtra al lóbulo temporal del cerebro, creando un engrudo que les impide formular frases que superen el umbral del balbuceo y que no incluyan la expresión "pretty fuckin' awesome". De todos modos, como decía Antoine, un francés particularmente ingenioso y fanático del submarinismo con el que compartimos un par de noches en Gili Air: "Nosotros no nos hablamos con los del piso de arriba". Pues eso.

En fin, tonterías aparte, me despido de Bali y de Indonesia deslumbrado por sus paisajes, pero con la sensación de que ni la isla ni la pequeña parte del país que he podido visitar ni sus habitantes me han permitido que los conozca de verdad. Demasiados intermediarios, demasiadas trabas, demasiadas veces en las que me he sentido parte indistinta de un rebaño de vacas lecheras a las que hay que ordeñar tantas veces como sea posible y hasta la última gota. Al turista se le ofrece lo que se cree que el turista espera y se le exige que lo acepte, en lugar de limitarse a abrirle la puerta y dejarle curiosear un poco a sus anchas, sin dirigirle la mirada ni los pasos. Creo que están cometiendo un error y que, en lo que al turismo se refiere, el país, y particularmente Bali, ha tomado la dirección equivocada, quizá por un exceso de éxito. Eso es lo que creo. O quizá es que, en el fondo, yo no he sabido encontrar la manera de viajar de verdad por esta tierra.